El descubrimiento del electrón
Viajar a través de varias dimensiones muchas veces aturdía nuestros sentidos que sólo percibían tres espacialmente (altura, ancho y largo). Obteníamos muchos datos de los traslados físicos que experimentábamos y a veces pasábamos horas tratando de comprenderlos y explicarlos. Sin embargo, no perdíamos el interés de seguir investigando a fondo los distintos hechos de la humanidad por muy difíciles o satisfactorios que fueran. Ahora, nos trasladaríamos a un momento brillante para nuestra especie. Llegaríamos a la ciudad de Londres en el final de la época victoriana al medio día. En ese momento, el Imperio Británico tenía fuertes problemas con Irlanda y la influencia de Karl Marx –quien había residido en la capital desde 1849– estaba generando varios levantamientos sociales entre los obreros y sus organizaciones sindicales.
Nos habíamos cambiado la vestimenta para poder caminar por las calles. Londres estaba en el apogeo de la industrialización. Veíamos una urbe en crecimiento que poseía numerosas fábricas presumiendo sus altas chimeneas, una sofisticada red de ferrocarriles y, un reciente –podíamos decir– sistema de alcantarillado y agua potable. El Támesis engalanaba la ciudad y la Torre de St. Stephen, hoy llamada comúnmente Big Ben, del Palacio de Westminster se mostraba espléndida con su arquitectura neogótica marcando las horas puntualmente desde entonces. Las clases sociales estaban fuertemente marcadas; se distinguía entre la gente a los correctos caballeros y a las elegantes damas, de las clases media y las menos favorecidas. Los valores de ese tiempo eran rígidos y moralistas y, cualquier cosa podía considerarse inmoral.
Finalmente, llegamos a la calle Albemarle No. 21, donde se encontraba la Royal Institution. Nos había impresionado la arquitectura neoclásica del edificio cuya fachada constaba de catorce columnas corintias preciosas. Nos dirigíamos a la taquilla. A las 8:30 p.m. se llevaría a cabo la conferencia de Joseph John Thomson, un matemático y profesor de física de la Universidad de Cambridge, que anunciaría el descubrimiento de un nuevo corpúsculo que se encontraba en los átomos y que sería lo que actualmente conocemos como electrón –la partícula subatómica que está cargada negativamente– en los rayos catódicos. Compraríamos nuestros boletos y esperábamos con ansia que el reloj marcara las 7:30 p.m. para emprender la nueva aventura y conocer cómo recibiría la humanidad este enorme descubrimiento que a muchos desconcertaría.
Llegada la hora y con las nubes encima tomaríamos muy emocionados un coche de caballos para llegar al recinto a las 8 en punto. Por dentro de éste, subíamos, junto con otros asistentes, una majestuosa escalera que se bifurcaba hacia la derecha y la izquierda. En el primer piso estaba el teatro –rodeado de paneles con papel tapiz que tenían motivos japoneses, muy propios del movimiento artístico “Arts and Crafts”– y al entrar en él, se nos presentaba a la vista un anfiteatro semicircular y que rodeaba un escritorio que permitiría al profesor Thomson mostrar su trabajo. Nos sentaríamos por el lado derecho, pues ya había numerosa gente por en medio y, en un momento más, escucharíamos al que sería premio Nobel de física en 1906, el cual ya había montado unos tubos de Crookes, unos bulbos de cristal y diversas fotografías para explicar su discurso que iniciaba así:
El primer observador que dejó cualquier registro de lo que ahora se conoce como los rayos catódicos, parece haber sido Plücker, quien en 1859 observó la ahora conocida fosforescencia verde en el vidrio, en el área del electrodo negativo...”
Comentaba que por naturaleza los rayos catódicos –de diversas sustancias como el hidrógeno, el aire, el ácido carbónico y el yoduro de metilo– son rectos, pero que cambiaban su trayectoria por efecto de la fuerza magnética de un imán; que las partículas electrificadas negativamente acompañaban siempre a los rayos catódicos; que el físico alemán Philipp Lenard había logrado sacar los rayos catódicos del tubo cilíndrico y, que a partir de esto, (Thomson) dedujo la hipótesis de que los rayos catódicos son corpúsculos cargados, moviéndose con altas velocidades cuyo tamaño debe ser muy pequeño comparado con las dimensiones de los átomos –que años después conoceríamos el valor de su masa aproximadamente en 9.1×10-31 kg.
Al terminar de comentar esto, gran parte de los asistentes tenía cara de incredulidad, sentían que el profesor Thomson “les había tomado el pelo”, pocos lo creían posible, el mismo profesor no parecía muy sorprendido de las reacciones del público y entre nosotros comentábamos la gran intuición que podía tener un ser humano y la creatividad e inteligencia para resolver planteamientos de cualquier índole. No se imaginaban, pero este descubrimiento llevaría posteriormente a otros científicos a seguir indagando sobre la electricidad y el magnetismo, el funcionamiento de la materia y la energía en modelos físcos y químicos que explicarían interacciones, reacciones y transformaciones, el nacimiento de la mecánica cuántica y la teoría de la relatividad, el papel preponderante del electrón en el origen del universo y las muchísimas aplicaciones tecnológicas que se originarían destacando la televisión, antes de convertirse en pantalla, además de los aceleradores de partículas, entre otros.
Entre nosotros platicábamos que cuando la humanidad creaba el resultado era asombroso y de él se derivaban múltiples beneficios. Cerca de las 10:15 p.m., el anfiteatro comenzaba a verse vacío y la gente se retiraba murmurando no muy convencida el descubrimiento, –será cuestión de tiempo– yo pensaba. Ya estaba lloviendo, pero había sido un día magnífico para la ciencia y nos sentíamos muy afortunados de vivir y atestiguar eventos relevantes en la historia de los seres humanos. Por nuestra parte estaríamos sólo dos horas más en ese Londres antiguo y apasionante antes de dirigirnos de nuevo a la maravillosa máquina que nos llevaba y nos traía por el espacio-tiempo mostrándonos que debemos seguir aprendiendo para ser mejores. El conocimiento debe ser esa herramienta que nos ayude a crecer y desarrollarnos, pero no para destruirnos entre nosotros y con lo que nos rodea, tal como solemos hacer. Los invito a que me sigan la próxima semana. Au revoir!